EL SENTIDO DEL TRABAJO... ¿O TRABAJAR SIN SENTIDO?

Voy comenzar este pretendido artículo sobre el trabajo hablando sobre otro aspecto comúnmente asociado al mismo: el dinero. 

¿Por qué tipo de cosas está dispuesto usted a pagar su preciado y bien sudado dinero? Para hacer más fácil la respuesta, podría preguntar: ¿en qué gastó usted su último salario? Las respuestas típicas a lo mejor sean como ésta: “compré una camisa, invité a mi pareja a comer, compré un regalo de cumpleaños, pagué los servicios públicos y puse gasolina al carro... ah!, y pagué el salario de la empleada de servicio y del señor que pintó mi cuarto”. 
Detrás de todos estos “egresos” resulta muy notable y evidente que obtuvimos un beneficio de todo lo que pagamos: disfrutamos con nuestra pareja, obtuvimos derecho a luz, agua y teléfono, y podemos lucir nuestra camisa nueva. Y claro, disfrutamos con el apartamento limpio, la ropa planchada y el cuarto pintado. Queda claro que el 99,99% de nuestro preciado salario no lo gastamos si no tenemos una clara conciencia del 
beneficio recibido. 

Como conclusión, encontramos que la mayoría de los mortales no está dispuesta a soltar un centavo a menos que el beneficio obtenido sea evidente, o al menos previsible o anhelado. Naturalmente, se excluyen de aquí los filántropos y dedicados a la caridad que, por cierto, presumo, no es el suyo y tampoco mi caso. 
Sin embargo, en el lado opuesto, no tenemos una clara conciencia de que al comprar la camisa estamos contribuyendo al salario de la persona que pegó los botones de nuestra camisa, al de aquel que deshuesó el sabroso pollo que degustamos en la cena con nuestra pareja, y que también aportamos al salario del inspector de teléfonos. 


Hecho este preámbulo, ahora sí, hablemos del trabajo. 

Cierto día pregunté a algunas personas de la empresa “X” sobre la naturaleza de su trabajo. Las respuestas fueron como estas: 
Una secretaria: “La mayor parte del tiempo estoy contestando llamadas, y la restante haciendo cartas para mi jefe”. 
Un Agente del Centro de Contacto: “Respondo llamadas entrantes, aunque a veces apoyo campañas de llamadas salientes”. 
Un auxiliar de archivo: “Mi trabajo consiste en digitar los números de radicación del archivo”. 

Otra persona de mayor jerarquía dentro de la organización no halló mejor forma de describir su trabajo que nombrar la denominación de su cargo: “¿Mi trabajo? Soy psicóloga de selección”. 
Si bien no lo puedo asegurar con absoluta certeza, la naturaleza de estas respuestas me deja entrever que estas personas no tienen claros los beneficios que aportan a la organización de la manera tan clara como ven los beneficios cuando son ellos los que invierten su dinero en un servicio. 

Si lo anterior no fuera cierto, las respuestas pudieran haberse parecido a estas: 

Secretaria: “Mi trabajo consiste en garantizar la comunicación eficiente de mi jefe, facilitándole que se concentre en las decisiones importantes que él tiene que tomar”. 
Agente de Centro de Contacto: “Ayudo a resolver las inquietudes de al menos cien personas diarias, y en ocasiones hago llamadas que transmiten información importante a los usuarios”. 
Auxiliar de Archivo: “Garantizo que la información de archivo quede ordenada de manera que resulte fácil la consulta de toda la documentación de la empresa”. 

Y por último, nuestra amiga psicóloga no hubiera recurrido al nombre de su cargo, sino que habría aludido a que garantiza personas idóneas y competentes para la organización. 

Si nos devolvemos un poco, ¿tendríamos tanta conciencia de cuánto contribuyó a nuestra felicidad aquel o aquella persona que pegó los botones de nuestra camisa?; quien deshuesó nuestro pollo, ¿se dio cuenta del placentero momento que disfrutamos con nuestra pareja?; y quienes sudaron varias horas cavando el hoyo para plantar el poste de teléfonos, ¿sabían la importancia que tiene para nosotros ese hecho? Pues fueron tan importantes que fuimos capaces de “desprendernos” del preciado dinero y de aportarlo para que al menos una parte de lo que pagamos por esos beneficios se convierta en su salario. 

Trabajo = Beneficio 

Toda acción humana que pueda ser llamada trabajo, ineludiblemente significa un beneficio ajeno. No podemos pensar en ninguna actividad de “trabajo” que no conlleve una utilidad, un producto, un servicio, o que reporte dividendos o bienestar a otros seres. Si esta premisa no se cumple, tal vez entonces la actividad que estamos desarrollando no deba llamarse trabajo. 

Entonces, ¿por qué resulta tan frecuente que las personas no reconozcan, o al menos no tengan tan claro, que todas las actividades que desarrollan en su día a día laboral es parte de un eslabón que finalmente conllevará felicidad y bienestar a otros semejantes? 

Si logramos identificar y reconocer que nuestras acciones en el trabajo deben por lo general estar orientadas todas a garantizar algún tipo de servicio o beneficio, entonces a lo mejor pierda sentido la famosa frase de Marx sobre la alienación del trabajo. Si quien pega los botones de la camisa tiene clara conciencia de nuestra felicidad al lucirla, podemos estar seguros de que hará más motivado su trabajo, e igual con los demás ejemplos mencionados. 

El ser humano está hecho para ser trascendente. No por capricho los antropólogos han colocado la construcción de herramientas (y por tanto el trabajo) como una de las piezas fundamentales en la separación 
entre lo animal y humano. 

¿Nos hemos preguntado, acaso, por qué los magnates, con tanto dinero como para que no se les acabe nunca 
sin privarse de ningún lujo, siguen trabajando? Más allá del dinero, más allá de la necesidad de subsistir por un salario, está –unas veces clara, otras veces escondida–, la necesidad de ser importante y de ser reconocido por el servicio que prestamos, por nuestra profesión o por lo bien que hacemos tal o cual cosa. 

Así las cosas, resulta necesario replantear la forma como transmitimos (o asumimos) nuestro trabajo diario. El albañil no pega ladrillos, construye hogares. El motorista no conduce un bus, garantiza que cientos de personas lleguen a un feliz destino de manera segura. Un médico no recibe a un paciente, garantiza salud y una mejor calidad de vida. Un gerente no aprueba presupuestos, consolida recursos para que la organización funcione eficientemente. Y así los ejemplos podrían ser interminables. 

Bajo esta concepción, seguramente nos comprometeríamos más con el trabajo y estaríamos más dispuestos a ir más allá de nuestra propia responsabilidad, teniendo presente que mi función, por humilde y aislada que parezca, al final aporta para que el beneficio, servicio o producto, conlleve la comodidad y la satisfacción esperada. 

¿Se ha preguntado usted, al final del día, cuál fue el beneficio aportado como para justificar que sacrifique su descanso y se prive de jugar y ver crecer sus hijos? 

¿No convendría preguntarse, a cada tarea realizada, cuál es la parte que estoy construyendo dentro de mi papel como trabajador y, por ende, como productor de beneficios? 

Esas cuatro horas de junta, dos horas en elaborar un acta, noventa minutos leyendo y contestando correos y dos horas firmando documentos… ¿tienen al final un claro propósito en la producción de bienestar? 

Mi experiencia: el trabajo en la oficina 

A medida que el trabajo es más operativo, resulta mucho más fácil identificarse con el resultado final. Los botones pegados, el pollo correctamente deshuesado y el poste de teléfonos firmemente arraigado, son evidencias claras y concretas del aporte realizado a nuestra satisfacción. 

Dentro de mi trabajo “de oficina”, o mejor llamado  “administrativo”, no son pocas las veces en que he vuelto a casa con la sensación de que no he aportado mucho a la producción de bienestar. En los peores casos, después de un sueño intranquilo y una mañana fría y lluviosa, me ha asaltado la sensación de la valía de sacrificar la calidez de mi morada y enfrentar un tráfico pesado para llegar a … para llegar a … ¿a producir qué? Hay que asistir a una reunión, tenemos pendiente una cita con alguien y un informe que entregar. Pero, ¿y cuál es el bienestar que voy a producir? ¿Cuál es el sentido último de las acciones que den consuelo a mi cansancio, justifiquen mis ojeras y den aliento a mi desánimo? 

Que no entre el desaliento. Podemos empezar por proponernos al comienzo del día un propósito útil para el mismo. Podremos preguntarnos, antes de cada acción, cuál es el propósito último y cuál será el bienestar que sobre otros habrá de llevar el producto de nuestras acciones. 

Podremos, incluso, preguntarnos: ¿estaría dispuesto a desprenderme de una suma igual a mi salario para que 
otro haga lo que yo hago? 

Si no puede responder con un beneficio a cada acción en su trabajo, en este ensayo hay un par de buenas pistas en la solución a este conflicto: la confección de camisas, y los ayudantes de cocina, siempre tienen más puestos de trabajo que los oficios de oficina 

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